El estallido fue también el síntoma de un sistema que no escucha: ciudadanos que intentan devolverle al Estado un mensaje que la interfaz política no admite.
El 18 de octubre no fue más que una representación empírica de ciudadanos (usuarios) entregando feedback al Estado (producto). Es natural, porque el proceso seudoparticipativo de hoy opera como ventanilla única: votas, te vas y la maquinaria sigue a puertas cerradas. En términos humanos, eso significa vidas sin voz cotidiana: el representante interpreta la firma como carta blanca, el experto traduce el mundo a planillas que nadie siente propias y la comunidad queda reducida a dato. Una democracia viva no es un trámite: el país es un producto común, una red de cuidados y de decisión compartida—consejos de barrio, mesas de trabajo, sindicatos, centros de estudiantes, juntas de vecinos—pequeños soviets cotidianos donde la gente no solo opina, también decide y se hace responsable. Sin esos espacios, la voluntad común se vuelve estadística, el poder olvida su rostro y sembramos un estallido 2.0.

Para rehumanizar el sistema, necesitamos reglas simples que escuchen al usuario (ciudadano).
Midamos un NPS cívico, la disposición real a volver a participar tras cada interacción, y el tiempo que tarda una propuesta de base en convertirse en decisión. La meta no es la eficiencia fría, es la dignidad organizada: que la escuela, el consultorio y el trabajo se gobiernen con nosotros, no sobre nosotros. La vida humana requiere: reunirse, decidir, sostener. Sin consejos vivos, otros seguirán iterando sobre nuestras vidas y ese malestar nunca quedará catastrado y otra vez diremos “no lo vimos venir”.
Autor: Cristian Pizarro
Corrección de estilo: Deepseek
Imagen: Cristian Pizarro